En la madrugada de aquel 21 de septiembre de 1558, muere el Emperador de los emperadores, Carlos I de España y V de Alemania; su Real fallecimiento y la elección del lugar le hace merecedor de ser “el primer hombre de Yuste”. Aquella noche, bajo la sombra alargada de los enlutados cortinajes que jalonan el vetusto habitáculo, hubo un momento en que solicitan quedarse a solas con el cadáver del Cesar sus más fieles servidores: “el testigo de mis pensamientos” / Don Luis de Avila y Zúñiga – Marqués de Mirabel /, “mi fiel mayordomo” / Don Luis Quijada / y “mi venerable secretario” / Martín Gaztelu; nos llegan testimonios “que hicieron y dijeron cosas en sentimiento de la muerte de Su Majestad, que, a nos los conocer, fuera posible pensar y sentir muy diferentemente de ellos y de su gravedad”. Estaban enloquecidos, daban grandes voces, se golpeaban en todas las partes del cuerpo, les podía el dolor y la pena, hasta que logran sacarlos de aquella fúnebre habitación, donde únicamente quedaron cuatro monjes, “hermanos de la pobre vida”, jerónimos, para velar el magno cuerpo.

Aquí comienza la leyenda del Monasterio de Yuste. El prestigio y encumbramiento de aquellos monjes, custodios del Emperador, va a alcanzar la cima espiritual y el reconocimiento de toda la cristiandad en épocas venideras.

Vienen años de violencia, ruina, decadencia y abandono. Los franceses, en la guerra de la Independencia, lo incendian y saquean. La Desamortización de Mendizábal, con su elenco sectario y odio resentido, hizo que en 1821 fuese vendido por 1000 pesetas a un tal Bernado de Borja, que lo destina al cultivo de gusanos de seda; el magnífico Coro, para secadero de los capullos y la Iglesia, como almacén de madera y útiles de toda condición. Años más tarde, puso en venta el recinto monacal; trataron de adquirirlo algunos franceses, que pretendían regalárselo a Napoleón III, pero el Marques de Mirabel da al traste con la operación, comprándolo por 20.000 duros; –¡Ay si no hubiese sido por todos los Marqueses de Mirabel!–, su especial relación con el Emperador y el Cenobio Cuacareño les hacer ser merecedores de “el segundo hombre de Yuste”.

Los Terciarios Capuchinos, cuyo Instituto se dedica a la corrección de menores, el 18 de febrero de 1898 firmaron con el Marqués las estipulaciones para instalar su comunidad en Yuste. Lo que comenzó en un gran proyecto, con el paso del tiempo y con múltiples problemas, hizo que se apagase la llama de aquella comunidad religiosa y finalmente se marcharon. La desidia se adueñó del edificio, las bóvedas del Coro se derrumbaron y el Monasterio quedó en el más completo abandono. La guerra civil se encargó de acuñar, más todavía, lo que había dicho Unamuno en sus dos visitas anteriores: ruina de ruinas.

Pero la historia suele ser generosa con los grandes lugares, y hete aquí que entra en escena “el tercer hombre de Yuste” el gran arquitecto Don José Manuel González de Valcárcel; su profesionalidad, valía y amor por Yuste es conocida y reconocida por todos. El gobierno de Francisco Franco le encarga la restauración de “aquellas ruinas de ruinas”, y vaya si la lleva a cabo; el tercer hombre se obsesiona, busca las piedras, maderas y capiteles por todos los rincones veratos; no duerme, diseña y vuelve a diseñar, maderas de aquí, tejas de allá; culmina la rehabilitación en 1958, después de dieciocho años de intenso trabajo. El hombre de Yuste, le llamaban por toda la Vera.

Paralelamente a todos estos apasionantes acontecimientos nace en 1930, Pedro Rico Marcos, Tío Pedro el de Yuste, el llamado a ser “el cuarto hombre de Yuste”. Viene al mundo, como no podía ser de otra forma, en el mismísimo Monasterio, ya que su padre, Adolfo Rico, era el guarda del recinto y de la hermosa finca colindante. En aquellos días únicamente estaba habitable el actual Palacio del Emperador. Una parte de recinto constituía la casa de Adolfo y de su familia, trabajando a medias, mediero lo llaman en la Vera, la finca del Marqués, Montellano-Mirabel, el cual tenía una especial predilección por los tomates y pimientos que allí se cultivaban.

Pedro Rico Marcos

Pedro Rico Marcos

Pedro vive allí su bucólica infancia, corretea y sueña en la huerta del Monasterio, de San Juan la llaman; sube y explora las barreras de Yuste; se emociona con el Romance de La Serrana de La Vera, en la proximidad de Garganta la Olla y se enaltece con las correrías del gran Viriato. Vive codo con codo, en toda su intensidad y dimensión, el proceso de rehabilitación del Monasterio con el tercer hombre de Yuste, el arquitecto Valcárcel. Pedro se enamora, Gregoria, de Cuacos, es la afortunada; allí se cuentan secretos y confidencias –qué mejor sitio que este para el amor espiritual y térreo–. El tercer hombre restaura y construye para el cuarto hombre la mejor de las moradas, como no podía ser de otra manera; una casa digna para el guarda y su familia. Muere el padre de Pedro y éste comienza a desempeñar las labores de guarda y le proponen también ser guía del Monasterio , todo un gran reto para él.

Vienen gentes de todas partes del mundo, personajes ilustres, miles de turistas, tú y yo. Pedro, pequeño de estatura, pero con voz potente y habla castellanizada, se dirige a ellos –la escalinata del Emperador, la fuente donde se mantenían vivas las truchas, la cama donde muere, el diseño de la silla para la gota, los relojes, la cripta, la habitación desde donde podía ver el altar y escuchar misa, el ataúd de castaño…–, se siente importante, le observan con respeto, atentos, todo el mundo le escucha en silencio; a medida que van pasando los años con las preguntas de unos y las sugerencias de otros, Pedro se convierte en el mejor historiador-voceador de los últimos días de Carlos V y de aquel lugar Real, Sagrado y Mágico.

Es uno más de la comunidad religiosa, los hermanos de la pobre vida, a lo largo de tantos y tantos años, le tratan con una delicadeza y un cariño inmenso, sin límites. Ellos se sienten seguros y confiados con Pedro cerca, incluso llega a comprarse una pequeña finquita, colindante con la tapia del Monasterio, donde, en los pocos ratos libres que tiene, cuida de unas gallinas o cultiva tomates y pimientos.

Nuestro cuarto hombre de Yuste no descansa ningún día, para él no hay fiestas ni vacaciones, no conoce el término –baja por enfermedad– y cuando tiene que bajar a Cuacos o resolver algún asunto en Plasencia se siente intranquilo, no es capaz de sentarse, le sudan las manos y únicamente se calma cuando, de nuevo, vuelve a ver las piedras centenarias del lugar de los lugares, como yo lo imaginé cuando mi padre me llevó a visitarlo en 1970.

Pedro tiene 76 años, está en la finquita, limpiándola un poco, como siempre, en invierno, junto al Monasterio; amontona y comienza a quemar unas hojas de mata de roble y allí, a escasos metros donde nació, su vida se apaga.

Son las once de la mañana del pasado 9 de febrero de 2006, desde Jaraíz de la Vera el cortejo fúnebre, serpenteando, asciende por las barreras de Yuste, su último camino; las ramas de los robles, sin hojas, desprenden pequeñas gotas de rocío, lloran desconsoladamente; la Sierra de Tormantos enmudece; los siete hermanos de la pobre vida te están esperando a la puerta del viejo Monasterio, se aprietan; el Prior, Francisco de Andrés, con su mano derecha, temblando, se emociona, te da la bendición; dentro, en el altar mayor, con voces entrecortadas, suena el canto gregoriano; se conmueven las losas de la iglesia; la intensidad del rito católico adquiere aquí su máxima dimensión con las formas y maneras de los Jerónimos; tu sobrino, Antonio, el gran jardinero del Ayuntamiento de Cáceres, nota tu mano, como cuando en esta iglesia, en la niñez, le enseñaste a dar sus primeros pasos. El incienso, la homilía, las palabras tan bellas que te dice el padre Prior –siempre tendremos presente a este hombre humilde entre los humildes, el guardián de Yuste y nuestro más fiel valedor–. Todos pendientes de Tí, como hace ahora 448 años en los oficios religiosos con el cuerpo allí presente de Carlos V, que agustito te sientes, vaya si te lo mereces. Allí el Emperador, allí Pedro, el cuarto hombre de Yuste, que descanses en paz.

 

Matias Simón Villares  Multiplicador de ilusiones