( En recuerdo de Charo, Rosario López Sánchez. Enfermera, desde Noviembre de 1970 hasta junio de 1973, en el Patronato Militar Virgen del Puerto. Santoña. Santander. )

Eran tiempos de internados. Allí todo se vivía con una intensidad descomunal; filas y más filas, sueños, juegos, cine, subidas y bajadas de bandera, clases, comedor, cartas y misas.

Los educadores, nuestros padres; los compañeros, nuestros hermanos. Contaba yo con ocho añitos, en aquel 6 de octubre de 1968, y allí estaba con mis padres. Mientras mi padre hablaba con el director don Jesús López, mi madre me colocaba una bufanda de color verde con franjas blancas.

– Para que no nos olvides nunca y te acuerdes de nosotros me dijo.

Fue un momento, el de la separación, duro, durísimo, hasta terrible, diría yo; todavía hoy, al recordar, se me encoge el alma. La bufanda le llevé puesta todos los días, todos, en los dos internados que estuve: Quintana del Puente y Santoña

Desde donde estábamos, con nuestro coche, un Citroën 9, color azul, hasta la puerta del internado, había un caminito de arena blanca, y en ambos lados muchos rosales. El director, don Jesús, me cogió de la mano, en la otra él llevaba mi pequeña maleta de cartón; yo, por el caminito, con ríos de lágrimas, volvía y volvía la cabeza hacia atrás; mi madre levantaba la mano; ya en la puerta de colegio, veía cómo se alejaba el Citroën de color azul.

El director me llevó a su despacho y de una de sus vitrinas sacó un pequeño avión, con una tuerca, que al darla vueltas, éste se movía. Estuvo muy cariñoso conmigo pero, aunque el avión me tranquilizó algo, poco, todo mi cuerpo temblaba.

Los demás niños, que acudían desde muchos puntos de España en expediciones de autobuses, no llegarían hasta el día siguiente; y es que mi padres, se habrían confundido digo yo, el caso es que nunca entendí por qué me llevaron un día antes.

Aquella noche, en aquel internado de Quintana del Puente, Palencia, solo en aquel dormitorio tan largo, con tantas camas vacías, lloraba y lloraba amargamente, tapándome la cabeza con las sábanas y acordándome de mis padres, mis hermanos, del caballo Careto, y de todo lo que había dejado en mi pueblo de Segura de Toro, Cáceres.

Dos años pasé allí; diría que era un niño atrevido y valiente, me iba curtiendo poco a poco, que absorbía todo lo que veía y me enseñaban: el piano de sor Mercedes en la misa, la harmónica de don Ursino, en las clases de música, la lectura de libros de aventura, y sobre todo mis compañeros, los momentos vividos con ellos, cómo nos apoyábamos y también cómo disfrutábamos con todo lo que hacíamos juntos.

En 1970, con diez añitos, me llevaron de nuevo a otro internado, al de Santoña (Santander); al Patronato Militar Virgen del Puerto, para cursar los siete cursos del bachillerato. Ya no lloraba, los que veníamos de Quintana, teníamos que consolar a los otros niños que acudían por primera vez; y es que la primera noche, y siguientes, cuando se apagaban las luces en el dormitorio, escuchábamos los llantos, muchos y muy bajito; era sobrecogedor.

Si el internado de Quintana te imponía, era grande, solitario y situado en lo alto de una montaña; el de Santoña sin embargo, era el paraíso: una montaña detrás, campo de fútbol en el frente, y sobre todo, el mar,al ladito, pegado a nosotros.

Éramos uno privilegiados, teníamos de todo; cuando digo todo, es aquello que toda persona necesita para educarse de una forma integral e idílica, y que no todos, en aquellos tiempos, tuvieron la suerte que tuvimos nosotros.

En ese “todo“ entraba la sala de televisión,sí pero si teníamos hasta unas butacas, almohadilladas, de color azul, en las que daba gusto sentarte y hasta dormirse.

El caso es que contaba con doce añitos y en aquel mes de noviembre jugaba a las nueve de la noche la Selección Española. La cena, que también era a las 9 h. cuando había partido, se adelantaba a las ocho y media. Al comedor entrábamos, muy ordenaditos, y como siempre, en fila de a dos; ¡ madre mía las filas que habremos hecho mis compañeros y yo !

Al salir del comedor también lo hacíamos muy en orden, pero cuando ya estábamos en el patio comenzábamos a correr a toda pastilla, con el fin de coger buen sitio en las butacas de la sala de televisión para ver el partido. En ese correr, siento como alguien me pone la zancadilla por detrás, caigo al suelo y pierdo el conocimiento.

Me despierto en la enfermería, con un dolor terrible en el codo de mi brazo derecho. Un dolor que todavía hoy me duele de lo intenso que era. Al abrir los ojos, allí estaba Charo, la enfermera, intentando consolarme; y es que no paraba de llorar y llorar, me retorcía de dolor; a pesar de que era un tipo duro.

Ella me puso un gotero; la primera vez que me ponían algo así, y ya, con menos dolor, me quedé más tranquilo. Y es que las agujas me daban pánico de cuando mi madre nos ponía, a mis hermanos y a mí, de más chicos, las inyecciones, con aquellas agujas tan grandes, en el pueblo; porque ella tenía vocación de médico, aunque luego fue profesora.

A Charo, la enfermera, le llamaba mucho la atención que no me separara de una bufanda de color verde con franjas blancas que tenía puesta encima del pijama.

Me vendaron el brazo, por lo visto tenía el codo dañado, y me tenían que llevar a Santander, al hospital de Valdecilla, al día siguiente.

Mi querido hermano Diosdado, bueno, a él le llamaban allí Dios, en el Patronato , no se separaba de mí, era cinco años mayor, y aquel año, él cursaba COU, falleció en el año 2002, con tan sólo 48 años .También me visitaban todos los compañeros, y , jolines pidiéndome disculpas el que me puso la zancadilla, que no quiero ni nombrarle.

Aquella noche, Charo, la enfermera, se quedó junto a mí, en la cama de al lado. Para animarme, supongo, me decía que aquello no era nada, que un chico tan re-guapo como yo, lo superaría ; las veces que me lo repetía, y la fuerza que ponía en ese “re”; las cosas tan bonitas que me decía.

Hablamos de muchos temas, ella no paraba de hablarme, y mi preocupación es que ya no podría escribir con la mano derecha, el tocar la guitarra, el jugar al fútbol, el montar a caballo en el pueblo, la navidad estaba cerca, pero ella procuraba quitarle importancia.

Al día siguiente, en ambulancia, a Santander. Charo vino conmigo; aquel hospital tan grande, entonces le estaban reformando, y yo que nunca había estado en un hospital; camillas por todos lados, enfermos, gente y más gente.

Me hacen radiografías, y otra vez a pincharme, qué horror, para sacarme la sangre. Ella, Charo, siempre a mi lado, apretándome la mano, para animarme. El caso es que me quedan ingresado en una habitación muy grande. Por lo visto me tienen que operar. Yo estaba muerto de miedo; un miedo atroz, con mis doce añitos.

No recuerdo bien si fueron dos o tres noches las que Charo se quedó conmigo, bueno, también por el día, ya que me ayudaba a comer, a apañarme con la mano izquierda, me traía libros de la biblioteca del hospital y me ponía música en un radiocasete de aquellos de tecla. A mí me gustaba y me sigue gustando Leonard Cohen; la de veces que habré escuchado la canción de Susan. Me hablaba mucho y eso me tranquilizaba. Qué bien se portaba conmigo.

Por fin vino mi madre, lo que yo la echaba en falta, se hizo cargo de todo, y ese pedazo de abrazo que se dieron las dos, mi madre y Charo, en la habitación, no se me olvida. Aunque yo a mi madre la veía muy mayor, debía tener sobre los 42 años, mientras Charo, 20 ó 21 años. Y es que mis padres se casaron muy, muy mayores.

Recuerdo al Coronel Barro, el Director del Patronato, sus visitas, con su esposa, lo cariñoso que eran conmigo y sobre todo la cantidad de novelas del oeste que me traían; yo me las leía todas. ¡Lo que leí en aquel hospital de Valdecilla!

Me operó el doctor Sierra, Joo qué momento de pánico, tiritaba de miedo cuando me llevaban al quirófano.

Me pusieron una placa de metal en el codo y me escayolaron. Estaría unos cuatro o cinco días más en el hospital; yo ya había empezado a hacerme la idea de lo que me pasaba y a controlar la situación, y después con mi madre, al Patronato de vuelta. Ella se quedó otros diez días allí conmigo.

!Qué feliz era yo con mi madre al lado! No quería que se marchara, pero sus alumnos la estaban esperando en Madrid.

Con el brazo derecho escayolado intentaba acomodarme al día a día en la rutina del Patronato. Todos se portaban muy bien conmigo. Los profesores me examinaban oralmente, y yo escribía en el encerado con la izquierda, y es que no paré de escribir con el bolígrafo hasta que lo dominé. La pena es que no podía tocar la guitarra, ni jugar al fútbol, pero leer, lo que es leer, mi leí toda la biblioteca del Patronato, digo yo, y es que no paraba de leer.

Quince días antes de las vacaciones de Navidad, me dicen que me tienen que quitar la escayola en el hospital. Charo, la enfermera, y mi hermano Dios, vienen conmigo.

El momento que pasé cuando me quitaron la escayola fue tremendo, qué dolor Dios mío, parecía como si me cortaran el brazo, que hasta se me caía. Yo me agarraba a la mano de Charo mientras me la quitaban. Y es que la escayola me la cortaban con unas tijeras muy gordas. Me mordía la lengua, pero al final acabé gritando y llorando. No lo hicieron, no, con delicadeza. Fue horroroso.

El brazo derecho se me quedó en 90º,no lo podía estirar ni encoger. Me lo vendaron. Me dijeron que después de Navidades tenía que comenzar la rehabilitación para recuperar la movilidad.

Vinieron mis padres a buscarme al internado para pasar las Navidades en el pueblo; todo lo que hacía debía de tener mucho cuidado, y es que en el codo me daban unos calambrazos de vez en cuando que me dolían un montón, por la placa, digo yo, que me metieron. Eso sí, no me dejaban montar a caballo, pero yo, con cuidado, monté unas cuantas veces, era y es mi pasión.

De vuelta de vacaciones, nada, el brazo lo seguía teniendo en 90º. Y es cuando comienzo la rehabilitación con Charo, la enfermera. Todos los días, por la mañana, durante la semana de 11 a 12 h y los sábados de 10 a 11 h. Así durante 5 meses, de enero a mayo, porque ese año no fui en vacaciones de Semana Santa al pueblo, mi madre vino tres veces, y se quedó en el Patronato en Semana Santa,

Al principio me costaba mucho, me dolía y no avanzábamos, pero recuerdo que Charo me decía :

-Simón, tantos libros que lees y con esa imaginación que tienes, pues utilízala en tu favor.

Y yo que no la entendía,

Y ella…- Es fácil, mírate el codo y dime lo que no ves.

Hombre lo que yo veía estaba claro, pero lo que no veía….pues eso, según Charo me lo tenía que imaginar. Je.

Esto siempre lo he recordado muchas veces en mi vida, incluso me ha servido para afrontar muchísimos retos. Y es que la imaginación es el poder más grande que tenemos. Y como Charo sabía que yo lo leía todo.

Ella me hizo ver que lo que yo no veía era eso, que el brazo lo estiraba perfectamente,que no me dolía y que ya podía escribir, tocar la guitarra y montar a caballo.Las cosas de Charo

En el internado normalmente nos llamábamos por el primer apellido, Simón era el mío y así me llamaban todos, incluida Charo; Pero, de vuelta al Patronato, en la enfermería, en la rehabilitación, un día ella comenzó a llamarme Mati, de mi nombre Matías; lo que me gustaba y me gusta que me llamen así; y es que supongo yo que al coincidir Charo con mi madre tanto en el hospital como los diez días que estuvo en el Patronato, y oírla que mi madre me llamaba Mati; pues Charo también comenzó a llamarme Mati; y la ilusión que me hacía, vamos, como si estuviera con mi madre y en mi pueblo, que todos me llaman así.

El brazo mejoraba poco a poco. Y es que Charo tenía conmigo una paciencia y una delicadeza impresionante. Yo ponía el brazo en la camilla, ella me ponía unos paños calientes y poco a poco, agarrándome el brazo por la muñeca, lo forzaba un poquito y yo intentando aguantar el dolor, cerrando los ojos y apretando los dientes.

Me decía muchas veces que tenía que ser fuerte, como la bufanda que nunca me quitaba, y que tanto me hacía recordar a mi querida madre.

Tantas horas, tantos días, tanto tiempo juntos, su paciencia, el brillo de sus ojos, lo bien que se portó conmigo, la recuerdo siempre con aquella sonrisa, su tez morena y sus dos pequeñas trencitas que le caían una para cada lado, sobre los hombros, hacia adelante. Y sobre todo su olor, ese olor que me recordaba al de mi madre, lo bien que olía Charo, era una mezcla entre crema de Nívea y el de la flor de lavanda.

Ese olor siempre me ha acompañado toda mi vida y muy de vez en cuando se me viene a la cabeza, en primavera, cuando estoy en el campo.

Poco a poco volvía a tocar la guitarra, a jugar al fútbol y a mi vida normal en el internado. Los veranos en el pueblo, mis amigos, los caballos. Hoy día el brazo, no lo abro totalmente, estoy en unos 160º, y muy de vez en cuando, me dan unos pinchazos en el codo, la placa, quizás para recordarme a Charo y a mi querida madre.

Charo, Rosario López Sánchez, me cuenta su hermano Ángel que falleció el 12 de febrero de 2016, con 68 años; ella, mi enfermera, siempre estará conmigo, en el corazón de aquel niño que hoy se ha hecho mayor; la pienso y la pensaré siempre.

Ella había nacido en Málaga, de donde eran sus abuelos maternos, y estudió allí Enfermería. Trabajo en el Patronato Militar Virgen del Puerto de Santoña desde 1970 a 1973. Luego se trasladó a Las Palmas para trabajar en el Hospital Virgen de la Candelaria. Más tarde en el Hospital Río Carrión de Palencia y finalmente en el Hospital General Yagüe de Burgos. Siempre en Obstetricia y Ginecología.

Charo era hija del director del internado de Quintana; don Jesús López Ruiz, sí, aquel que con tanto cariño me cogía de la mano cuando me alejaba de mis padres y me llevó a su despacho para enseñarme el avión de juguete.

Les recuerdo, arrodillados en el reclinatorio, en misa, en la iglesia de aquel internado en Quintana del Puente, la Colonia Infantil General Varela, en misa, en la parte delantera, a él y su esposa doña ,África Sánchez Gómez , siempre tan elegante. Mientras yo, con ocho añitos, en el banco, al lado de la ventana, escuchaba a sor Mercedes tocar en el piano aquella canción: “un mandamiento nuevo nos dio el Señor, que nos amaramos todos como él nos amó”.

Charo, mis palabras y mi música para ti…

Tu mirada en el brazo

de aquel niño pequeño

que sufrió tanto y tanto

y tú siempre a su lado.

En el Hospital,

en el internado,

en aquella enfermería,

tanto tiempo juntos,

para recuperar el brazo

Y ahora le dices:

tú que tantos libros lees

mira el codo de tu brazo

y dime lo que NO ves…

El brazo se estira

ya no me duele nada

y monto en mi caballo

y toco la guitarra.

Tus manos en mi muñeca,

en aquella camilla

aprieto los dientes y cierro los ojos,

el brazo se estira poco a poco.

Mi Madre en tu mirada

mi Madre en tu sonrisa

Tu olor en mi recuerdo

tu olor que no me olvida.

Y ahora que

cuando el tiempo cambia

cuando el codo ya me duele

siento tu mano

Charo.

Matías Simón Villares

Matías Simón Villares

Alumno interno Colonia Infantil General Varela: 1968-1970

Alumno interno Patronato Militar Virgen del Puerto: 1970-1978